PERDER A UN PADRE
PERDER A UN PADRE
A un padre no es solo perder a un hombre: es perder al que te sostuvo cuando el mundo parecía caerse a pedazos.
Al que no decía “te amo” con flores, sino con acciones.
Al que no lloraba contigo, pero se tragaba el mundo para que tú no lo hicieras.
Al que no necesitaba muchas palabras, porque su amor se entendía en el silencio.
Y cuando se va… se lleva parte de ti.
Porque nadie te enseña a vivir sin esa voz que te calmaba, sin ese consejo que llegaba justo a tiempo, sin esa mirada que te decía “todo va a estar bien” aunque no lo estuviera.
Extrañas incluso lo que antes te molestaba: sus sermones interminables, su costumbre de ver las noticias a todo volumen, sus maneras toscas pero llenas de intención.
Porque uno no valora lo cotidiano… hasta que se convierte en recuerdo.
La vida sigue, sí.
Pero hay días en que su ausencia grita más fuerte que cualquier celebración.
Cumpleaños, logros, caídas… todo duele distinto cuando él ya no está.
Y aunque aprendes a vivir con el vacío, ese hueco no se llena: solo aprendes a respirar con él.
¿Sabes qué no se va?
Su legado.
Su forma de mirar la vida.
Su fuerza, su ejemplo, su esencia en ti.
Porque si algo te enseñó papá, fue a seguir, a luchar y a amar con el alma.
Así que no, no lo superas…
Pero lo honras.
Cada vez que haces lo correcto, que ayudas a alguien, que te levantas aunque duela.
Ahí está él.
No en cuerpo… pero sí en todo lo que sembró en tu alma.
Porque papá no murió…
Solo se adelantó, para esperarte con el café listo y una sonrisa en el cielo.