SANTA ROSA DE LIMA
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SANTA ROSA DE LIMA

SANTA ROSA DE LIMA
Gloriosa Santa Rosa de Lima, tú que supiste
lo que es amar a Jesús con un corazón tan fino
y generoso.

Que despreciaste las vanidades
del mundo para abrazarte a su cruz desde
tu más tierna infancia.

Que amaste con filial
devoción a nuestra Madre del Cielo y profesaste
una gran ternura y dedicación a los más
desvalidos, sirviéndoles como el mismo Jesús.

Enséñanos a imitar tus grandes virtudes para que,
siguiendo tu ejemplo, podamos gozar de tu gloriosa protección en el Cielo.
Por Nuestro Señor Jesucristo,
que vive y reina por los siglos de los siglos.
Amén.

Nació en Lima (Perú) el año 1586; cuando vivía en su casa, se dedicó ya a una vida de piedad y de virtud, y, cuando vistió el hábito de la tercera Orden de santo Domingo, hizo grandes progresos en el camino de la penitencia y de la contemplación mística. Murió el día 24 de agosto del año 1617.

Biografía
Rosa de Lima, la primera santa americana canonizada, nació de ascendencia española en la capital del Perú en 1586. Sus humildes padres son Gaspar de Flores y María de Oliva.

El día en que su madre le reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, Santa Rosa de Lima le contestó:
«Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, servimos a Jesús.
No debemos cansarnos de ayudar a nuestro prójimo, porque en ellos servimos a Jesús».
De los escritos de santa Rosa de Lima.

El salvador levantó la voz y dijo, con incomparable majestad:
«¡Conozcan todos que la gracia sigue a la tribulación.
Sepan que sin el peso de las aflicciones no se llega al
colmo de la gracia.

Comprendan que, conforme al acre-
centamiento de los trabajos, se aumenta juntamente la
medida de los carismas.

Que nadie se engañe: esta es
la única verdadera escala del paraíso, y fuera de la cruz
no hay camino por donde se pueda subir al cielo!»

Oídas estas palabras, me sobrevino un impetu pode-
roso de ponerme en medio de la plaza para gritar con
grandes clamores, diciendo a todas las personas, de cual-
quier edad, sexo, estado y condición que fuesen:
«Oíd pueblos, oíd, todo género de gentes: de parte de
Cristo y con palabras tomadas de su misma boca, yo os
aviso:

Que no se adquiere gracia sin padecer aflicciones;
hay necesidad de trabajos y más trabajos, para conse-
guir la participación íntima de la divina naturaleza, la
gloria de los hijos de Dios y la perfecta hermosura del
alma.»

Este mismo estímulo me impulsaba impetuosamente
a predicar la hermosura de la divina gracia, me angus-
tiaba y me hacía sudar y anhelar.
Me parecía que ya no
podía el alma detenerse en la cárcel del cuerpo, sino que
se había de romper la prisión y, libre y sola, con más
agilidad se había de ir por el mundo, dando voces:

«¡Oh, si conociesen los mortales qué gran cosa es la
gracia, qué hermosa, qué noble, qué preciosa, cuántas ri-
quezas esconde en sí, cuántos tesoros, cuántos júbilos y
delicias!
Sin duda emplearían toda su diligencia, afanes
y desvelos en buscar penas y aflicciones; andarían todos
por el mundo en busca de molestias, enfermedades y
tormentos, en vez de aventuras, por conseguir el tesoro
último de la constancia en el sufrimiento.

Nadie se quejaría de la cruz ni de los trabajos que le caen en suerte,
si conocieran las balanzas donde se pesan para repartirlos entre los hombres.